domingo, 27 de noviembre de 2011


Quemaba... ¡quemaba!

Su pelo era fuego.
Su cuerpo era fuego.
Sus ojos eran fuego, y el modo en que me miraba...

Y sus manos, que ardían.
Todo él era fuego, un fuego que quemaba con el calor de mil soles y que me envolvían en llamas violentas que recorrían la extensión de mi cuerpo fundido en sus brazos candentes, proclamandome para sí, como suya.

Sus besos quemaban.
Sus palabras quemaban.
Sus pensamientos quemaban, y su tristeza...

Envueltos en el más penetrante calor me susurró, a mi, ¡a mi!

Y tenía razón. Su voz (que quemaba) se fundió en mis oídos con el eco de la combustión lenta.

Pero yo estaba a salvo. Porque yo lo sabía.
Me lo había enseñado él, ¡él!

No podía poseerme.
No conocía mi nombre.