lunes, 16 de mayo de 2016

Tengo que ir a la tienda de suministros, inevitablemente. 
Así que me levanto temprano, me ducho, me lío un peta y salgo a la calle. 
Cuando el autobús llega, está tan lleno que entro en pánico. 
Para delante de mí, el autobusero abre las puertas, y yo paralizada
solo alcanzo a dar media vuelta tratando de alejarme de todas esas miradas. 
Camino por callejones tortuosos y estrechos, donde la densidad de población es menor.
Lejos de miradas indiscretas y de la vista de la "autoridad", enciendo mi peta. 
Pasa poco tiempo hasta que el mundo que se muestra ante mi comienza a cambiar. 
El sol se vuelve negro, la luz pesa, y la gente desaparece. 
Los edificios, antes imponentes masas de piedra erguidas en forma de aviso,
 no son ahora más que escombros apilados y amasijos de hierros oxidados
que sobresalen de entre los restos como decrépitos huesos en una última expresión de agonía. 
La vegetación crece descontrolada desdibujando la forma de las calles 
y atravesando como lanzas infernales las pocas estructuras que permanecen en pie a malas penas. 
Manadas de ciervos y otros animales pastan en lo que antes era el bulevar, 
y depredadores insaciables los acechan desde despojos de coches amontonados. 
Y sin embargo lo que más llama la atención es el silencio. 
Ya no hay barullo, el murmullo de la humanidad y sus máquinas ha cesado.
La ausencia de ruido es tan estridente que casi parece posible percibir el sonido del universo,
los planetas de nuestro sistema solar moviéndose en perfectas matemáticas. 
Y entonces todos mis miedos desaparecen, todo el peso de mis cargas,
cada gramo de dolor y tristeza.
Y el mundo se convierte en el lugar perfecto. 
Y llego a la tienda de suministros.
Y la tipa me recibe con el morro torcido en una hipócrita sonrisa que sólo me da asco. 
Y toda la paz que sentía se derrumba en un intenso sentimiento de odio
y vuelvo a querer morirme de nuevo. 


1 comentario:

escupe.