Atravieso el umbral discretamente.
Llego tarde y no quiero llamar la atención.
No recorro ni dos metros antes de que me vea.
Camina hacia mí con determinación.
Intento saludarle. No dice nada.
Sólo aparta mi pelo de mi cara
y me pone un sello en la frente, sin preguntar.
Debido a ese sello, entro gratis.
Intento darle las gracias.
Me ignora.
Me agarra.
Me sube sobre su hombro.
Sin permiso.
Sin esfuerzo.
Sin decir nada.
Como quien carga una presa recién cazada
y la lleva victorioso a su tribu,
a paso firme hacia el interior del local.
Me clavo su armadura en mis costillas.
Le importa una mierda lo mucho que patalee
o le pida que me deje en el suelo.
Se pasea conmigo a cuestas,
reclamándome como suya.
Marcando su territorio
frente al resto de vikingos,
que levantan sus armas
con sus mejores gritos de guerra
para demostrar lealtad a su líder,
a su jodido macho alfa.
Decenas de espadas y hachas (reales)
se agitan veloces muy cerca de mi cara,
sostenidas por una manada de salvajes
envueltos en pieles, cuernos y armaduras,
que ya hace demasiadas horas
que debieron parar de beber.
Joder, por una vez desearía
que la fiesta temática hubiese tenido
mucho menos presupuesto.
El guerrero vikingo sube al escenario,
donde todos pueden vernos.
Alza su espada hacia los focos
y lanza un grito gutural,
que es rápidamente seguido e imitado
por todos sus acólitos.
Entonces y sólo entonces,
me baja al suelo.
Y me abraza.
Y le odio.
Y su novia me odia.
Y cómo cojones no iba a hacerlo.
Es gilipollas.
O lo hace a propósito.
Ya no lo sé.
Puede que ambas.