Y allí que estamos, interpretando la pantomima de siempre.
Delante de un café (no lo suficientemente cargado)
y el tipo que parlotea.
La peor parte del trabajo, con infinita diferencia.
Afablemente le asiento con la cabeza, soy cordial.
Le miro a los ojos y le voy siguiendo el hilo vagamente.
Seguramente piensa que soy callada y educada,
quizá hasta crea que soy tímida.
Pero en realidad*
estoy jodidamente lejos de allí,
corriendo por los tejados, esquivando las chimeneas,
asustando a gatos y pájaros que huyen despavoridos.
Soltando tejas a cada paso, que se precipitan al vacío
y aplastan los cráneos de los aburridos transeúntes
y hacen sonar las alarmas de los coches destrozados,
casi imperceptible desde el atronador sonido del viento
ensordeciéndome los oídos como un huracán.
Me columpio de los cables y las antenas,
dejando abandonados todo rastro de feminidad o compostura.
Volviendo a algo que debí olvidar hace tiempo,
casi siendo salvaje de nuevo,
un animal que baila alegremente por las repisas,
desde donde se ve todo,
menos el miedo.
Y entonces te das cuenta de que el cliente te mira raro,
y el café se ha quedado frío,
y ese asqueroso cigarro que te has encendido
para no fumarte un porro gigante en su cara
se ha consumido hace rato.
Y a lo mejor,
sales del paso con una de tus recurrentes frases
pero luego no sabes qué coño tienes que dibujar
porque mientras te hablaban del tatu
estabas gilipollas.
Un aplauso,
querida.
Sublime no, lo siguiente.
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