Su nombre era... irrelevante.
Y me podría pasar horas hablando de sus ojos desbordantes,
de su piel... tan blanca, tan perfecta para romperla en cientos de colores.
O de su constante y solemne mirada, con su boca permanentemente torcida
en una perpetua expresión de asco y desesperanza hacia todo y todos alrededor,
enfundado de negro en su encorvada postura, como quien pretende ser invisible,
Como quien tiene la absoluta certeza de que el mundo no le debe nada,
y que no es lo suficientemente importante como para atreverse a caminar derecho,
o simplemente con la mirada al frente.
Podría hablar de cómo tocaba la guitarra en los tejados donde
eramos libres para fracasar, y nos fumábamos los atardeceres de verano.
O de cómo una cara estúpida suya me hacía estallar en carcajadas en segundos
y por un momento, parecíamos personas normales.
Pero eso es lo único que de verdad vale la pena contar:
Que una vez existió una persona
con la que me sentí un ser normal
en vez de un excéntrico y repelente insecto.
Y eso me da miedo por infinitas razones*.
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