Nos conocimos con seis o siete años.
Cuando todavía no sabíamos nada
ni del mundo, ni de la vida.
Con la piel todavía limpia y sin cicatrices.
Nuestra única felicidad consistía
en romper nuestros pantalones
buscando bichos por el campo.
-Joder, nos gustaban mucho los bichos.
Luego perdimos el contacto por años.
No se por qué.
Caminaba yo un día por la calle,
con diecisiete.
Y el tipo que venía de frente,
que me sacaba una cabeza
andando serio e imponente,
con sus músculos y su barba,
todo de negro con pinchos y cadenas,
eras tú.
Me paré en seco.
Me quedé congelada.
Te vi acercarte.
Trataba de asegurarme
de que sí eras.
Llegaste donde mí,
y pasaste de largo.
Era tan obvio que no me habías reconocido,
que incluso dudé de si eras tú realmente.
Pero eran tus ojos, joder.
Sabes bien que nadie más en todo el pueblo
tiene unos ojos como los tuyos. Lo sabes.
Son únicos.
Me la jugué, estaba segura al 98%.
Fui tras de ti, te agarré del brazo.
Tu cara de mala hostia al girarte,
qué épico fue.
Lo que vino después ya es historia.
Tantas y tantas noches bajo las estrellas,
de conversaciones profundas y absurdas,
de botellones en descampados,
de risas, y llantos, y alguna bofetada.
(Siento lo de la bofetada).
Mudanzas de muebles imposibles,
partidas de ajedrez legendarias,
Cascos vikingos y espadas.
Y mucho, mucho death métal 🤟
Hoy cumplo 31
y sigues acordándote de mi cumpleaños.
Aunque sabes que yo nunca recuerdo nada.
Nos vemos cuatro o cinco veces al año
desde que abandoné el pueblo,
pero cada vez que nos vemos
es como si no hubiese pasado ni un solo día.
En realidad, seguramente nunca leas ésto.
Pero supongo que no hace falta
porque ya sabes que eres
el mejor amigo que he tenido nunca,
el que nadie podría soñar tener,
y te quiero un huevo, bro.
No dejes de existir nunca.