Tengo que ir a la tienda de suministros, inevitablemente.
Así que me levanto temprano, me ducho, me lío un peta y salgo a la calle.
Cuando el autobús llega, está tan lleno que entro en pánico.
Para delante de mí, el autobusero abre las puertas, y yo paralizada
solo alcanzo a dar media vuelta tratando de alejarme de todas esas miradas.
Camino por callejones tortuosos y estrechos, donde la densidad de población es menor.
Lejos de miradas indiscretas y de la vista de la "autoridad", enciendo mi peta.
Pasa poco tiempo hasta que el mundo que se muestra ante mi comienza a cambiar.
El sol se vuelve negro, la luz pesa, y la gente desaparece.
Los edificios, antes imponentes masas de piedra erguidas en forma de aviso,
no son ahora más que escombros apilados y amasijos de hierros oxidados
que sobresalen de entre los restos como decrépitos huesos en una última expresión de agonía.
La vegetación crece descontrolada desdibujando la forma de las calles
y atravesando como lanzas infernales las pocas estructuras que permanecen en pie a malas penas.
Manadas de ciervos y otros animales pastan en lo que antes era el bulevar,
y depredadores insaciables los acechan desde despojos de coches amontonados.
Y sin embargo lo que más llama la atención es el silencio.
Ya no hay barullo, el murmullo de la humanidad y sus máquinas ha cesado.
La ausencia de ruido es tan estridente que casi parece posible percibir el sonido del universo,
los planetas de nuestro sistema solar moviéndose en perfectas matemáticas.
Y entonces todos mis miedos desaparecen, todo el peso de mis cargas,
cada gramo de dolor y tristeza.
Y el mundo se convierte en el lugar perfecto.
Y llego a la tienda de suministros.
Y la tipa me recibe con el morro torcido en una hipócrita sonrisa que sólo me da asco.
Y toda la paz que sentía se derrumba en un intenso sentimiento de odio
y vuelvo a querer morirme de nuevo.
eso se avisa, ya te acercaba yo los suministros.
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