lunes, 15 de junio de 2015

La misión: encontrar un vestido "apropiado" (en base a los términos de mi madre) para la boda de mi primo el mes que viene, de la que lleva hablándome desde el pasado diciembre (haced cuentas).

El plan: entrar en la primera tienda de ropa que encuentre, coger el primer vestido negro de mi talla que encuentre, probármelo tranquilamente en el probador a solas y sin nadie incordiando, comprar el primero con el que no me sienta una foca del ártico y salir de allí a la velocidad de la luz. (Resumiendo, acabar con ésto cuanto antes sin acabar comprando algo rematadamente ridículo). 

La realidad: Por lo visto, todas las zorras que había en mi instituto,
a día de hoy son las dependientas de todas las tiendas de ropa de mi pueblo.
Por lo que he acabado visitando prácticamente todas las tiendas y no he aguantado dentro de ninguna más de 5 minutos. (Algunas de ellas aún se acordaban de mí, otras no me han reconocido, pero por desgracia yo no me voy a olvidar de sus caras nunca.)

Resultado: Después de incontables tiendas que apenas he pisado, me he fumado un petardo bien cargado para reunir valor suficiente y me he zambullido en una (al azar), he pillado como 6 vestidos sin mirarlos (sólo la talla) y me los he metido a toda prisa al probador. 
Ahí adentro he decidido que sólo 4 eran dignos de probármelos, de los cuales he desechado dos en menos de un minuto. De los dos restantes no me he podido decidir y ya casi no podía respirar de la ansiedad, por lo que sencillamente he comprado los dos y me los he llevado a casa con la total intención de devolver uno de ellos. 

Conclusión: voy a comprar sacos de patatas, suficientes como para vestirme el resto de mi vida, y a mudarme a una cueva perdida en mitad de alguna montaña a esperar a que me coman los lobos o el hambre, lo que llegue primero. 

Ya estoy de vuelta en la ciudad, ya acabó. 
Sólo necesito que se acabe el día.

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