La tipa se retuerce como una perra en la camilla.
Berrea, aprieta los dientes, se muerde la mano y vomita todo tipo de insultos.
A medida que voy avanzando el dibujo, vienen a mi mente flashes de otra época -casi de otra vida-.
Escenas a medio construir de algún lugar que todavía existe en algún rincón de mi cerebro, recuerdos sesgados y desordenados que al principio no tienen mucho sentido.
A medida que van pasando los minutos voy cayendo presa de mi ensimismamiento; me evado.
Estoy torturando a esta tipa aquí y ahora, pero estoy muy lejos y en otro tiempo.
Huyo de la realidad y del mundo físico, mi cuerpo se convierte en un autómata, funciona por sí solo sin necesidad de un ente que le diga qué hacer o por qué, se convierte en algo tan industrial que de alguna forma alcanza la perfección sin mí; no me necesita, incluso diría que le estorbo.
La tipa sigue gritando blasfemias, mi cuerpo sigue tatuándola e ignorándola deliberadamente, y mi mente sigue perdida en un mundo tan absolutamente lejano a éste que tan sólo se le podría llamar paraíso:
Estoy en lo alto de un viejo tejado, en una casa abandonada en mitad del campo.
Toco el ukelele mientras él pinta la pared con sus montanas de colores, fumamos yerba, bebemos monster.
Recuerdo el prado dorado que se extendía por hectáreas a nuestro alrrededor, vacío de humanidad y de civilización, en perfecto silencio y calma, con la tormenta eléctrica acercándose por momentos hacia nosotros, cruzando el océano gris profundo del cielo como si se nos viniese encima el fin del mundo. -Retumba el eco lejano de algún trueno.
Le veo bajándose el pañuelo de la cara y sacándome la lengua justo cuando empieza a chispear, recojemos los sprays a toda prisa y bajamos torpemente a suelo firme.
Veo el relámpago que cae en el árbol a pocos metros de nosotros, como si de verdad me hubiese transportado físicamente a aquél momento, y su cara de incrédulo mirándome con los ojos muy abiertos y gritando que corriéramos.
Recuerdo la libélula que había posada en el manillar de mi bici cuando la cogí y que voló con nosotros por la carretera durante la mitad del camino.
Entonces "noto una perturbación en la fuerza", caigo en la realidad con esa sensación de mal despertar, de haberte zambullido en el agua helada: la tipa se levanta de la camilla maldiciendo.
Miro la libélula que le estoy tatuando en el culo, la tipa me da la enhorabuena muy contenta y se pone a hacerse fotos y a pasear su culo hinchado, enrojecido y sangrante por toda la red.
Observo la escena en silencio y soy consciente de que necesito desesperadamente volver a dondequiera que mi mente estuviese y no despertar nunca más.
*de repente, te ves tatuándole el ojete*
ResponderEliminarLos mejores momentos de mi vida, que yo recuerde, son en parajes parecidos al que describes. En el campo, donde yo misma me siento un incordio por romper el silencio perpetuo que vive allí. Pero me quedaría a vivir para siempre en ese suelo.
La escena que describes es jodidamente bonita en mi mente. Y encima lloviendo, qué más.
Ciaoo