sábado, 20 de febrero de 2021

Un número desconocido ha estado llamando.
Durante una semana, cuatro o cinco veces al día.
Cada vez que el móvil sonaba me moría un poco más, no he contestado ni una sola vez.
Es decir, nada bueno sucede nunca. 
No tiene sentido esperar otra cosa que no sean problemas, y a estas alturas cualquier problema que llegue nunca es pequeño o manejable, conocerlos no hace que pueda solucionarlos, solo me acerca un poco más al borde del precipicio. Llevo demasiado tiempo en zona límite, no puedo permitirme ni un paso más hacia el abismo, ya no queda suelo sobre el que caminar.
Así que he dejado saltar el contestador cada vez, y he ignorado los mensajes. 
Parece fácil pero me ha consumido mucho. 
A medida que se acumulaban las llamadas se iba incrementando mi ansiedad, como en una olla a presión. A finales de semana ya ni siquiera podía estar en la misma habitación que el móvil, y el sonido de la vibración... Joder, así debe sonar el infierno.
Vivir es luchar, incluso cuando parece que solo te estás dejando llevar/arrastrar por la vida, lo estoy asumiendo, siempre fue una batalla. Y una de las pocas armas que me quedan es el autoengaño.

Convencerme de que el móvil dejará de sonar. Que eventualmente la persona del otro lado desistirá, se acabará rindiendo, quien fuera que me buscase tendría que darme por muerta en algún momento (y entonces tampoco le faltaría razón).
Pero el autoengaño es una espada que he blandido durante demasiados años y empieza a perder su filo.

El móvil seguía sonando, 
y paulatinamente fui enloqueciendo.

Apenas he podido dormir, me he comido las uñas hasta el hueso, sobreviviendo por el día a base de café y esperando a que acabe la jornada laboral de todo el mundo, no sólo la mía. Porque quien sea que esté llamando dejará de hacerlo cuando el sol se ponga y la gente regrese a sus casas. 

Con la promesa del silencio en la noche, parecía un cadáver en el trabajo. Completamente ausente, una vez más mi cuerpo estaba allí funcionando en automático mientras mi mente ardía lejos, en un infierno metafísico que mis clientes estaban lejos de percibir. 
Puedo perdonarme por eso sin autocompadecerme porque soy buena en lo que hago, y son demasiados años como para poder hacerlo perfecto aún estando absorbida por mi angustia.

Pero entonces llega la ansiada noche, y con ella termino de trabajar y miro con miedo el móvil, descubriendo nuevas llamadas perdidas y mensajes en el buzón de voz. 
Para entonces estoy tan cansada y débil que, aunque sabía que el golpe vendría, es demasiado fuerte y me deja temblando. 
Acabo devorando media caja de cereales antes de caer muerta en otra secuencia de horas interminables de agónico insomnio. 
Cada-maldita-noche. 
Luego me siento tan culpable que tengo que incrementar las horas de ejercicio hasta que me duele el cuerpo tanto como la mente. 

Y entonces suena el timbre. 

Estoy sola, no espero a nadie. 
Me da un microinfarto, como el torrente de adrenalina que imagino que tu cuerpo segrega para activar la respuesta de huir o luchar cuando se encuentra de frente con una manada de leones rabiosos. 
Paso de mi estado habitual de alerta constante al pánico más absoluto, algo me dice que quien sea que me ha estado llamando, está ahora mismo en la maldita puerta de mi casa. Y estoy acorralada. 

Tardé unos segundos en reaccionar. 
Todos los sonidos del mundo fueron sustituidos por un pitido constante cuando escuché mi nombre al otro lado del telefonillo desde una voz desconocida. 
Ni siquiera recuerdo haber descolgado, y no entiendo por qué abrí la puerta, fueron decisiones que no recuerdo haber tomado. 
Pero lo hice, y un tipo enorme con una prominente barba asomando bajo su mascarilla me lanzó una mirada fulminante. Repitió mi nombre, asentí con la cabeza y me tendió un paquete. Era el repartidor de aliexpress. Cuando lo fui a coger empezó la reprimenda más lógica del universo, he de reconocer. 
Aunque debía ser pocos años mayor que yo, me echó la bronca como si yo fuera una niña, de verdad estaba enfadado, fruncía el ceño mientras me contaba la de veces que me había llamado para confirmar que estaría en casa el día de la entrega del pedido. Y aunque el pedido se había retrasado mucho - tanto como para olvidarlo- y en cierto sentido era yo la que tenía que estar enfadada por eso, además de la ironía de tener que aguantar la reprimenda del tipo, lo cierto es que me sentía tan jodidamente aliviada que no podía parar de sonreír bajo mi mascarilla. 
Fue como si hubiese estado aguantando la respiración bajo el agua durante toda la semana y de repente poder sacar la cabeza a la superficie. 

Acepté con gusto la bronca, me disculpé mil veces, pedí perdón... Pero me reservé el prometer que no volvería a pasar. 

El móvil ha dejado de sonar. 
Nunca más voy a pedir nada por Internet. 
No puedo con la vida. 



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